La reciente publicación en el Boletín Oficial de la resolución
1003/2016 del Ministerio de Salud de la Nación, que derogó la resolución
1484/2015, que establecía un certificado de defunción para las comunidades
terapéuticas, representa un acto de congruencia por parte de la cartera
sanitaria.
Asimismo, la convocatoria a conformar una comisión para elaborar
normas de habilitación de establecimientos de salud mental y adicciones deja
abierta la posibilidad para establecer miradas diferentes de acuerdo con las
diversas particularidades de la problemática.
No obstante, la discusión de fondo acerca de la equivocada
inclusión del problema de las adicciones dentro de los límites de la ley
nacional 26657 de salud mental es una asignatura pendiente que debe saldarse en
breve, antes de que los daños y las trabas de la norma sean mayores que los
supuestos beneficios.
Para empezar, la persistente conceptualización de las
comunidades terapéuticas como dispositivos exclusivamente monovalentes las
coloca dentro de lo reglamentado en el artículo 27 de la ley de salud mental,
que impone no sólo la prohibición de habilitar nuevas comunidades, sino que
obliga a adecuar las existentes antes del año 2020.
De acuerdo con la Fonga, federación que nuclea a las
organizaciones no gubernamentales que trabajan en el tratamiento del abuso de
drogas en Argentina, equiparar a las comunidades terapéuticas con espacios de
prácticas manicomiales choca con la validación de entidades internacionales
como la Organización Panamericana de la Salud (OPS) o la Comisión
Interamericana contra el Abuso de Drogas (Cicad, OEA).
La comisión ad hoc, a conformar bajo la Dirección Nacional
de Salud Mental y Adicciones del Ministerio de Salud, no sólo deberá expedirse
al respecto. También debería resolver cómo se encuadrará la multiplicidad de
dispositivos asistenciales implementados en los últimos años por la Pastoral
Social de Drogodependencia en cada diócesis del país.
En tiempos de una epidemia que se expresa como una compleja
concurrencia de patologías, y en la que los contextos sociales de desarrollo
humano juegan un papel preponderante, es necesario brindar contención e incluso
límite a las personas con severos problemas de consumo. Las comunidades
terapéuticas y otras ONG aportan una atención mucho más abarcativa que el
reduccionismo en el que se cae al considerarlas dispositivos monovalentes. No
sólo son espacios de rehabilitación para las adicciones, sino escuelas de
valores y de normas, de incorporación de hábitos saludables, de aprendizaje de
oficios y de revinculación social. Claramente, espacios polivalentes.
Si a esto le sumamos que la ley de salud mental planteó como
punto de partida la obligatoriedad de que fuera el sistema público-hospitalario
el que comenzara a brindar atención y contención a tantas miles de personas
afectadas por el consumo abusivo de sustancias, ¿se ha avanzado algo en este
sentido?
Si bien es indiscutible la recuperación del papel del Estado
en muchísimos terrenos del acontecer social a lo largo de los últimos años, en
materia de adicciones aún quedan brechas y espacios por saldar. La cuestión de
la atención de problemas derivados del abuso o la dependencia de drogas en
hospitales públicos o en una red de servicios de base comunitaria, en virtud de
la plena vigencia de las leyes 26657 (reglamentada hace ya tres años) y 26934
(Plan Integral para el Abordaje de los Consumos Problemáticos, Iacop), es un
ejemplo en donde no se ha avanzado poco y nada. El supuesto cambio de paradigma
es, por el momento, sólo una consigna. Aún hoy, son las organizaciones de la
sociedad civil, con una experticia que en muchos casos supera ya los treinta
años, las que siguen ocupándose de la problemática y apuntalando ciertas deficiencias
históricas del Estado.
Los grises en torno a la falta de reglamentación de varios
de los artículos de la ley de salud mental es otro debate que tampoco puede
postergarse. Entre ellos, lo que refiere a la comprensión del riesgo cierto e
inminente para persona afectada por el consumo de drogas o el de terceros, y el
alcance de la evaluación diagnóstica del equipo interdisciplinario para
determinar una internación compulsiva (antes potestad exclusiva de la
Justicia). Hay profesionales que aseguran que no sólo están poniendo en juego
su matrícula frente a la peligrosa enunciación de garantismos no reglamentados.
Lo que es peor, en situaciones que obligan inequívocamente a la protección de
la persona, los médicos deben debatirse entre la disyuntiva de ser demandados
por privación ilegítima de la libertad o por abandono de persona. La solución,
en estos casos, no puede circunscribirse a tener que elegir entre el mal menor.
Por otra parte, con el discurso políticamente correcto de la
salud mental y la reivindicación de derechos, se ha logrado instalar una
estrategia tan absurda como paradójica. La ley termina generando un círculo
vicioso que proclama libertad de decisión en aquellas personas que, debido al
consumo abusivo de sustancias psicoactivas, se encuentran impedidas de decidir
con plena libertad, con pleno derecho.
Bajo el paraguas de esas libertades viciadas, la ley 26657
de salud mental determina que toda limitación a dichas libertades implica un
acto violatorio de derechos humanos. Ignora que en los diversos tratamientos de
rehabilitación por dependencia a las drogas la internación no es un fin en sí
mismo, sino una modalidad más. No la última, no la primera. Una más.
Velar por los derechos humanos de la persona con
problemáticas de consumo supone, por sobre todos los aspectos, la restitución
de su salud y de su libre albedrío. Un plexo normativo sobre adicciones debería
ser un medio eficaz para alcanzar tales metas. Lejos de ello, el artículo
cuarto de la ley nacional de salud mental ha demostrado ser el principal y
verdadero obstáculo.
Fuente: Infobae
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